litost
Abrió los ojos punzado por el hambre, ese apretón necio que aprendió a ignorar cebando la mirada contra el horizonte, enterrando el dolor en la línea que partía al mundo en dos infiernos. Sin malgastarse en la desesperación, sin esperanzarse inventando recuerdos de mejores días, respiró sin sobresalto la pestilencia de esa calle lastrada en huesos apretados a fajos de piel escocida a dentadas de sol. A pesar de estar consciente no podía moverse, no tenía sobre las articulaciones nada con qué moverlas; su cabeza ladeada quizá provocó en sus párpados ese reflejo de muñeco con pesas, incrustado en pánico sobre los muchos empolvados de moscas, parches de cal y tierra amarilla.
Once años y había olvidado cómo gritar, cómo sufrir esperando resolución con esa certeza instintiva de los niños pequeños, perdida como tantas otras después de tantos adioses, de tantas negaciones, hasta envenenar su rostro con el rictus hecho granito, indiferente ante la paz y la tortura, cuando nada se siente, porque todo duele.
La brisa corría parca, hueca y reseca, sentía crujir sus córneas sobre el lecho frío de esa gente, testigo en asfixia, sin nostalgia, sin su voz dándose a sí consuelo o abogando por resignación, reclamando brutal a ese sol inútil sus excesos, a esa gente su desorden, a todas las gentes su abandono, porque las tiendas y toldos llegaron con música y granos, medicina y descanso, llegaron y empero el camino se llenó de huesos. Hacía frío, porque el calor se iba.
Una ráfaga furiosa le golpeó la mejilla, frente a él cayó una columna de oscuro capitel y basa de uñas agrietadas, respirando agitada y alborotando desmañada el enjambre de polvo. Dos ojos bajaron hasta los suyos incrustados a una rugosa calva coronada de cuajos y grasa; lo miraron sin reacción, extraños sin reto ni espanto, dos brunos pozos que sin conciencia ni reflejo cerraron los suyos de dos picotazos.
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Primer cuento del libro Mens rea