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diego matarrita

diego matarrita / Short Story  / entre sienes

entre sienes

La maestra sacó la lista de su folio y fingiendo leerla, miró por sobre los aros de sus lentes las 24 cabezas tensas que la escudriñaban desde los pupitres. Sobre el papel descubrió astillada la uña de su pulgar derecho, seguramente al tomar la baranda mientras se impulsaba hacia el interior del autobús y se exprimía entre la gente de pie en el pasillo, todavía adormilada y con frío, con el planchado decepcionado de blusas, faldas y camisas multicolores, las puntas tullidas de sus zapatos azules esquivando el chicle atorado al borde de la banca, desde donde un prudente oficinista finge dormir, mientras profundamente disfruta del perfume travieso con el que la maestra espera todos los días a que el profe de mate termine de calcular el piropo de reojo, con el cual ella todas las mañanas inicia la intrincada fórmula que lo lleve a su cama alguna noche de estas, porque estaba harta de despertar con frío a mitad de la noche, de arroparse hasta con la almohada y soportar el dolor doble de unos grados menos y la soledad horizontal a los 42, cosa que desde los 30 dejó de preocuparle, tradicionalmente hablando, pero el hablar, es decir, el no tener con quién hacerlo la pudría, pues a estas alturas la tolerancia es amarga, más aun cruel; sí, cruel es la palabra, como el masticar la sopa de los domingos con los tíos que, tercos, la imaginan de 12, desenredando los perpetuos temas de gentes muertas o desconocidas sin esperar respuesta, sonando imbatibles frente a un par de orejas que los soporta omitidas, como si fuese esa su vocación, la del suicidio en bilis, si bien sus manos tiemblan a veces por reventar a golpes sus cabezas, ir luego a su casa, dormir y despertar sin fatiga, sin frío, en silencio y en paz, en total control de su tiempo, sus pausas y las vejigas de esos niños ansiosos por no estar ahí, por regresar al hogar y no estar ahí entre desconocidos ni ante la autoridad delegada de una señora de aspecto impecable, ya limada la uña, quien ahora en pie y hoja en mano los taconea alfabéticamente preguntando su fecha de cumpleaños, animal favorito, pero nada sobre las familias, pues las realidades familiares que muchos carajillos de estos sobreviven son tan complejas que hasta su buen aspecto es delator de violaciones, abandonos y muertos bajo las camas, porque cada vez es más fácil disfrazarse de estoy bien, no cuente nada, porque a nadie le importa, y cubrirse de maquillaje los complejos y engañar a un niño con que su realidad es, a pesar de todo, la de todos, o ninguno, pero suya solamente bajo el protocolo de la privacidad tanina de los almuerzos de manteles largos y las risas medidas, con diferentes personajes, pasatiempos e historias de vacaciones, tan dichosas todas como sus sueños, por los que sí se vale preguntar, pues son solo suyos y no está penado el intentar imaginarse en un allá mejor, sin rostros de aquí, pensando que el futuro está tan lejos que tiene que ser tan diferente, tan imposiblemente parecido al ahora, porque raro es que un niño sueñe con ser miserable, traicionado por el tiempo y doblegado por su incapacidad o la capacidad de otros de maniatarlo a la barbarie del cumplir, con los nudillos de sus errores marcados en su conciencia y todo ese pesimismo nublado por la inocencia que, como docente, debe soportar agria todos los días, sabrosa pero fácilmente arruinable con algún pellizco de graso sarcasmo a cada quiero ser abogado para defender a los pobres, médico para curar a mi abuelita de su tos, veterinario porque mi perro se come la caca del conejo y le cae mal, o el prospecto político adulador que cuando sea grande quiero ser como usted. Güila más imbécil.

 

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Primer cuento del libro Salvar una mosca

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